Una mañana de domingo de mediados
de Enero me fui al pantano José Torán a entrenar. Este pantano es bastante
grande, con mucha pesca de carpas y barbos y
se encuentra en un paraje precioso. Es por eso que, estando tan cerca de
Sevilla, vaya mucho por allí a entrenar, porque además puedes practicar tanto
con la enchufable como con la inglesa. Hay un dicho pesquero bastante cierto
“de Diciembre a Febrero, las cañas en el trastero”, porque con el frío los
peces no están activos y cuesta mucho sacar piezas. Sin embargo, como tengo
tanto que aprender y que entrenar, pues me fui para allá a seguir practicando
con la inglesa, por pocos peces que sacara y mucho frío que hiciera, que lo
hacía. Los pescadores en invierno tenemos que ir bien abrigados dado que
después de montar el puesto, pasamos unas 4 horas sentados sin apenas movernos,
y si además eres friolero como yo, te puedes quedar pajarito. Aquella mañana,
una vez que se disipó la niebla hacía bastante sol, pero hacía frío, como es lo
lógico en esta época del año. Saqué las inglesas, las monté, las preparé y
empecé a pescar. De esta pesca hay algo que se me da realmente mal, y es cebar.
Se trata de tirar bolas de comida con un tirachinas potente a una distancia de
unos 25 o 30 m, con un margen de error de un metro alrededor de la boya, que es
la que te indica donde está tu anzuelo con tu cebo. ¿Fácil? Pues será para
vosotros, porque a mi me cuesta la misma vida. Casi siempre me quedo corta o,
cuando saco toda la fuerza de mi alma , me paso de largo. Uf, de verdad, para
mi es desesperante. Así que esa mañana
empecé a lanzar bolas para practicar, ya que cebar en condiciones es muy
importante en la pesca. Pasada una hora
saqué un barbito. Sin embargo la actividad de los peces seguía siendo nula.
Seguía cebando, sacaba la caña para practicar el lanzado, que también tiene su
historia porque, claro, se trata de lanzar siempre al mismo sitio, que es
donde, si estás cebando bien, no como hago yo, tienes concentrada toda la
comida y a donde acuden los peces. En lo alto de la loma, apareció una familia
que encendió una buena lumbre y se pusieron alrededor de la candela. Yo, como
los peces no picaba, estaba más a lanzar bolas y a las explicaciones de mi
entrenador que a la caña en sí. Y de pronto, veo como mi caña sale lanzada del
soporte del panier y se introduce en el
agua. Veo como Bonilla se mete en el agua hasta los tobillos pero se vuelve a
salir….”cobardica”, pensé, y entonces me lancé tras ella antes de que se
perdiera en el pantano irremediablemente. Y lo hice con tanto ímpetu que para alcanzarla
me lancé hacia delante y la agarré, pero metiéndome en el agua hasta el cuello.
Salí del pantano, dice Bonilla que con la cara desencajada, le di la caña para
que sacara el pescado que había provocado todo aquello y me fui flechada para
la lumbre de la familia que os comenté antes. La verdad es que me acercaba sin
invitación, pero enseguida comenzó el hombre a gritarme “chiquilla, vente pa
acá”. No os podéis imaginar que frío más grande. Estaba empapada completamente.
Los vaqueros se me pegaban a las piernas, las botas al pisar sonaban chof,
chof. Mi cazadora de neopreno, los polares, todo estaba mojado. Me pegaba a la
lumbre pero con la ropa puesta es imposible que ésta se seque. La mujer tenía
una manta, así que con su ayuda me relié en ella y me quité los pantalones, la
camiseta, el polar, las botas y los calcetines. Me quedé envuelta en una manta
de lana algo mugrosa a la vera de la lumbre, cual india de una peli del Oeste
mientras Bonilla y la mujer se encargaban de
darle la vuelta a la ropa para que se fuera secando. Mientras, mi
entrenador me echaba la bronca “chiquilla, como se te ocurre hacer eso. No lo
vuelvas a hacer y menos en invierno, se intenta coger la caña lanzando la otra
y si no que le den por culo….” El hijo del matrimono de vez en cuando se reía
por lo bajini y decía “como se ha tirado al agua la muchacha”.
Cuando la ropa estuvo
prácticamente seca y pude volver a vestirme, lo que estaba claro es que el día
de pesca se había terminado con el siguiente balance: dos barbos, uno de ellos
muy cabrón, y un buen chapuzón. Lo raro fue que no me resfrié aquel día.
A veces una anécdota se cierra con otra. Al día
siguiente de que esto sucediera, recibí un mensaje de mi entrenador. Le
había pasado exactamente lo mismo y también se había tirado al agua pero
¿no se suponía que eso no se debía hacer?
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